Especial lovecraftiano: Necrópolis por Aldo Astete Cuadra

Un día erróneo de 1997 fui con dos amigos al cementerio a grabar algunas imágenes en video, creíamos que luego al revisarlas, podríamos ver lo que hubiese escapado a nuestros sentidos.

Muchas veces no sabemos qué nos impulsa a realizar determinadas acciones que, con la distancia otorgada por el tiempo, emergen como contradictorias, temerarias, hasta inverosímiles. Ahora que los fantasmas del recuerdo retornan a poblar la soledad de esta noche campestre, me siento movido por la necesidad de confesar ante una hoja blanca los acontecimientos de aquella época juvenil e infausta, quince años después de lo acontecido.

Un día erróneo de 1997 fui con dos amigos al cementerio a grabar algunas imágenes en video, creíamos que luego al revisarlas, podríamos ver lo que hubiese escapado a nuestros sentidos. Está de más decir que nos embargaba previamente una mezcla de miedo y fascinación, típica de la locura adolescente. Sin embargo, este sentimiento se acrecentaba con cada paso dado en dirección al cementerio del pueblo, necrópolis antigua de austeras edificaciones, pero de enormes dimensiones. Se había atestado de difuntos que habían obligado a inaugurar un cementerio nuevo, quedando éste en un completo estado de abandono. Es increíble lo solos y tristes que se quedan los muertos.

Nuestra temeridad más bien obedecía a una reacción ante la monotonía y el tedio en que nos sentíamos atrapados. No nos arrastraba historia o leyenda alguna que pudiera motivar nuestras volubles imaginaciones, menos creíamos tener la suerte de ver algo con nuestros propios ojos. A pesar de todo, pretendíamos filmar para luego desentrañar los misterios de la muerte que pudieran quedar inmortalizados en las cintas. Cada uno poseía una cámara con función nocturna, cada quien debía apuntar en distintas y opuestas direcciones, sin separarnos demasiado, sin perder el contacto.

Al llegar al portón de fierro forjado nos dimos valor para cumplir con nuestro cometido. Faltaban diez minutos para las tres de la madrugada, la hora nefasta. Thomás lo había oído en alguna película. Era la hora opuesta a la santa, las tres de la tarde, hora en que muriera Jesucristo. Tal vez en ese instante nuestras cámaras filmarían algo. Además éramos adictos al cine de terror y a los cuentos de Lovecraft que formaban parte de nuestro inconsciente, por lo tanto, pretendíamos probar y experimentar con estas sensaciones, ser partícipes de experiencias extremas, recurrir a la primera fuente y construir nuestros propios miedos. 

Trepar aquel portón no fue difícil. Nos encontramos en un mundo oscuro y desconocido, casi imposible de asociar con el mismo paisaje diurno. Las luces emanadas de las luminarias sólo alcanzaban a teñir de naranja una pequeña porción de tumbas aledañas a los límites del campo santo, precisamente las más recientes y menos interesantes. 

Nos dirigimos hacia el fondo, la oscuridad era total. Lo desconocido actuaba como un vórtice que nos jalaba a su centro sin posibilidad de resistir tamaña atracción. Sería el inicio de la locura. 

No miré el visor de la cámara, a pesar de que en ella era posible observar con mayor detalle el entorno y la llevé por sobre la cintura para captar imágenes completas, evitando apuntar hacia mis compañeros para que la grabación fuera lo más limpia posible. Estábamos separados por la distancia de los corredores o avenidas del campo santo. Cada cierto tiempo prestaba atención al progreso de mis amigos. Era fácil distinguir las luces de sus linternas cenitales, nadie quería tropezar y caer por accidente al interior de una fosa recién excavada. 

Nunca imaginé que aquella lúgubre noche me enfrentaría a una especie de terror desconocido, a sucesos que van más allá del entendimiento humano. Creí ver a la distancia un débil destello fosforescente que cesó tan pronto como apunté mi lente en esa dirección. Mientras me preguntaba si mis compañeros habrían logrado captarlo, un alarido estremecedor estancó mi respiración y congeló mi alma. Inmediatamente volteé y vi la luz de la linterna de Alejandro moverse frenéticamente en distintas direcciones, como si girara y saltara al mismo tiempo hasta que desapareció bruscamente. 

Corrí con mi cámara en Rec. Thomás, que estaba del otro lado, a unos treinta o cuarenta metros de mi posición, escapó o al menos me daba esa impresión. Su luz se perdía a la distancia. Algo le debió suceder, pues era por lejos el más temerario de los tres. Esto me infundió un terror indecible. Al llegar a la avenida en que se encontraba Alejandro miré su cuerpo convulsionar de manera inhumana, elevándose a buena distancia del piso para caer sin resguardo sobre los bordes de unas tumbas. Aquella imagen de flagelación me paralizó. Su cuerpo finalmente reposó en una contorsión imposible para un vertebrado y a unos pasos por delante, la lámpara cenital iluminaba un rostro irreconocible. Ya no era él. Sus ojos resplandecieron malignamente y su boca torcida emitía lentamente tres guturales palabras en un dialecto desconocido que no he logrado extirpar de mi memoria:

Goczecocogch… shofón… fraksholu…

Goczecocogch… shofón… fraksholu…

Continuó repitiendo hasta sacar una lengua negra y bífida increíblemente larga. El pánico del que fui presa me liberó de la parálisis soltando la cámara para retroceder lentamente mientras su cuerpo pulposo reptaba intentando alcanzarme. 

En eso, un haz de luz pasó iluminando por sobre mi hombro, era Thomas que regresaba por mí. No obstante, constaté horrorizado que una deformidad asquerosa invadía su cuerpo. Sus extremidades parecían serpientes ondulantes que se estiraban en mi dirección intentando asirme, su rostro tenía la apariencia de un reptil o un anfibio y su lengua, al igual que la del otro engendro, vibraba siseando permanentemente. Aquello fue suficiente para mi cordura, corrí por una avenida de nichos marmóreos, mientras unas risas antinaturales me acosaban mezclándose con un susurro perfectamente audible:

Thikomtli naar… prathena… sercthare…

Thikomtli naar… prathena… sercthare…

En mi desenfrenada carrera sentía a aquellos engendros y sus viscosos tentáculos golpeándome los talones, rozando los hombros, intentando agarrarme las manos. Por fin las luces del alumbrado público iluminaron aquella parte del cementerio. No supe cómo salté por sobre el portón de hierro y corrí enloquecido por las calles pidiendo ayuda.

La crisis de pánico que se desencadenó una vez que estuve en la comisaría me impidió acompañar a los policías hasta el cementerio, teniendo que esperar aislado de mis padres y familiares de mis amigos que habían acudido en cuanto se enteraron. Tras largos minutos los policías ingresaron violentamente a la sala, me cogieron de los brazos y me esposaron para conducirme a una celda, entre los gritos desesperados de mi madre y el forcejeo de mi padre. Horas más tarde, me culpaban de la muerte de mis amigos. 

Me mostraron las filmaciones grabadas por las tres cámaras, confusas imágenes se apreciaban en los momentos previos al grito de Alejandro, su grabación terminaba con su alarido y la caída al piso. La filmación de Thomas mostraba escenas muy similares hasta emitirse el grito, luego la cámara cae al piso y se oyen gritos incomprensibles y voces extrañas que yo reconocí de inmediato, luego silencio. En este punto adelantaron la cinta y volvieron a reproducirla, oyéndose carcajadas demoníacas mezcladas con el siseo que también reconocí. 

Pregunté por mi grabación, en ella se demostraría mi completa inocencia, sin embargo, al ser reproducida sucedió lo más irreal y aterrador. Mostraba un resplandor fosforescente en un sector cercano a la posición que tenía Thomas, luego la alocada carrera en dirección a la luz de la linterna de Alejandro y en aquel momento, justo a las tres de la madrugada, la cámara dejó de filmar, todo quedó en negro al igual que estos 15 años a los que fui condenado por el homicidio premeditado de mis dos amigos. 

Ayer salí en libertad, inmediatamente un primo me llevó al terminal de buses con destino al sur, para ocultarme de los familiares de mis desgraciados compañeros. Por supuesto nadie creyó la versión que relaté en el juicio. Me tildaron de demente, de enfermo. Ni mis familiares creyeron completamente en mi relato.

Sin embargo, siento que aquí, en medio del campo es donde corro más riesgos. Anoche, después de llegar e instalarme, pude oír aquel siseo. Eso que se llevó la vida de mis amigos vendrá esta vez por mí y estoy seguro de que Lovecraft realmente conocía a los seres de aquel mundo que describía. Lo que fuera que aquella noche tomó posesión de los cuerpos de mis compañeros debía ser alguna entidad primigenia, algo que no era de este mundo, monstruos de otra dimensión.

Ahora, mientras escribo estas líneas, en medio de la noche extrañamente silenciosa, aquellas frases regresan y me acosan: 

Goczecocogch… shofón… frakshcolu…

Thikomtli naar… prathena… sercthare…

No conozco su real significado, pero para mí, cada vez con mayor nitidez, son signo de la inminencia del fin, de mi postergado fin. Esta vez vienen por mí. Miro el reloj, faltan dos minutos para la tres de la madrugada.

Ilustrado por All Gore


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