Arte. Supongo que eran arte esos dibujos en donde aparecían monstruos y cuerpos destrozados, aunque vivos, con los que, sin embargo, obtenía las mejores calificaciones con la profesora De Derian

A mis inolvidables alumnos

I

Mientras voy en mi auto por las calles húmedas veo moverse con un ritmo de metrónomo los limpiaparabrisas del vidrio delantero, por el que las gotas de lluvia se deslizan como las lágrimas de una deidad afligida. Hace meses que no para de llover. No necesariamente es un temporal de viento y precipitaciones, a veces sólo una tenue garúa, una cellizca que lo empapa todo. Pero el aire está cambiando. Siempre saturado de humedad, un ambiente que parece más propio para ranas que para seres humanos. Siento que este cambio tiene un propósito. Siento que la Tierra se prepara para recibir a alguien, a algo que precisa de esta hidrometría. Y que no es precisamente una rana.

II

Conduzco hacia el cementerio, el lugar donde me dicen que empezó todo. Lo encuentro igual que como me habían dicho, los árboles desarraigados, las tumbas y los nichos abatidos por las hinchazones que han aparecido en el terreno. Los ataúdes han rodado por los flancos de estas novísimas colinas dejando caer su carga de cadáveres. Parece una escena sacada de algún filme de terror, de ese subgénero que algunos llaman de apocalipsis zombi. Pero esto no es una película de Romero. Esto es la realidad. Y lo que se va a levantar, lo que se está levantando de la tierra no son esos pobres muertos desintegrados. Veo los zarcillos, o los tentáculos, o como se los quiera llamar, de esa cosa que está emergiendo de la tierra que la retuvo por miles, quizá por millones de años. De esa entidad que precisa de esta humedad para medrar y subsistir.

III

Todo se inició, me contaron, en esa fiesta de chiflados que se llama Halloween. En ella entraron unos chicos al cementerio. Venían vestidos de una forma rara -pero por esa época muchos sacan pintas extravagantes- y traían varios libros de aspecto arcaico y polvoriento. Empezaron a salmodiar y a danzar una extraña y convulsiva danza. El guardián pudo haberlos echado, pero con el tiempo ha aprendido a evitarse problemas y dejar hacer, siempre que la cosa no pase a mayores. Sobre todo, considerando que algunos de estos vampiros de pacotilla no sólo suelen andar muy pasados de droga, sino que además portan estoques y navajas. Así es que se contentó con echarles el ojo. Con llamar a la policía, me confidenció después, no sacaba nada, puesto que los agentes del orden solían aparecer cuando todo estaba “rato y consumato”. Dijo que para su alivio los muchachos -en el grupo había chicos y chicas- los muchachos, digo, al cabo de unas horas se habían retirado. Y sin romper nada, lo que se agradecía. Fue unos días después que empezaron las lluvias -inusuales para la estación- y que la tierra del camposanto empezó a elevarse en varios puntos. Alguien dijo que las lluvias hinchaban el terreno, opinión que fue inmediatamente descartada puesto que aquello no había sucedido ni en los más desapacibles inviernos. Se llamaron algunos agrimensores, que tomaron muestras y medidas y se marcharon sin otorgar ninguna respuesta satisfactoria. Con el tiempo, la tierra empezó a cuartearse y las tumbas y nichos comenzaron a desmoronarse. Por las grietas empezaron a salir unas formaciones negras y mucilaginosas. Un biólogo que las examinó, opinó que estaban compuestas por células, lo que era de esperar, pero no fue capaz de pronunciarse sobre la naturaleza animal o vegetal del fenómeno. Y la opinión pública fue como tantas otras veces desviada de lo importante hacia lo llamativo, siendo lo llamativo, esta vez esa lluvia a destiempo, variable en su intensidad, pero incesante, ese olor a humedad, ese vaho que se pegaba a las ropas y que hacía que en muchas casas encendieran las estufas en una época en que tales adminículos se hallan guardados y soñando con un nuevo invierno.

IV

Llego con mi carro hasta el colegio ubicado en las afueras. Estaciono donde lo hacía siempre, cuando hacía clases en este lugar. Mi intención es conversar con el profesor Garcés, mi antiguo amigo y colega. Traspongo la reja. Con la extrema humedad circundante, mis ropas formales, excesivamente delgadas y permeables, se vuelven una molestia. Me fijo, que en los jardines que circundan el edificio, hay algo que antes no estaba allí, una colina gibosa y cubierta de pasto que me produce un estremecimiento.

Encuentro a Garcés en su oficina. Se alegra de verme, pero me doy cuenta que ha pasado un mal rato. Me cuenta que la dirección le ha solicitado que favorezca parcialmente a un alumno de enseñanza media. Garcés aborrece este tipo de prácticas, las mismas que motivaron mi alejamiento de la docencia. Pero, tal vez, no pueda en su situación, obrar como quisiera. De modo que para llevar adelante el propósito que lo avergüenza ha ideado interrogar al alumno sobre “cosas que sabe muy bien y que solamente él las sabe” como me dice el propio Garcés. Su situación familiar, por ejemplo.

-¿Así que un retardado hijito de papá? -le digo

-Sí -me contesta Garcés haciendo un gesto resignado -no es como Esteban Canales.

El recuerdo me golpea como una de esas olas grisáceas que azotan el muelle cuando no lo lamen, no muy lejos de donde estamos. Canales. Un alumno brillante y un tipo al que nunca pude pasar. Siempre vestido de negro, con bototos y el pelo engominado hacia arriba. Él y esa chica, Alicia, a quien sus compañeros llamaban Alicia Morticia. Jamás pedían nada, jamás se metían con nadie, y sacaban excelentes notas en todas las asignaturas. Pero me cargaban su aspecto y su altanería, como de príncipes de un mundo oscuro. De repente, me acordé de los tipos del cementerio. Estos dos encajaban perfectamente en el perfil, al menos por su pinta. Antes que Garcés notara mi abstracción le hice la pregunta.

-¿Qué es de Canales? ¿Qué es de Alicia Pickman?

-Salieron de cuarto medio el año pasado, -respondió Garcés -Sebastián Canales estudia ahora literatura en la filial en este país de la prestigiosa Universidad de Miskatonic. Alicia está en diseño gráfico. Sabes que siempre le gustó el arte.

Arte. Supongo que eran arte esos dibujos en donde aparecían monstruos y cuerpos destrozados, aunque vivos, con los que, sin embargo, obtenía las mejores calificaciones con la profesora De Derian. Esta misma me confesó que la espantaban, pero que no podía sino asignarles la nota máxima. Si, claro que encajaban, ella y Canales, en el perfil.

-¿Sabes por casualidad en dónde viven? -volví a interrogar a Garcés. Este me miró inquisitivo.

-¿Por qué tanta curiosidad? Me daba la impresión de que no te caían muy bien.

-Tengo una corazonada, pero si no te importa prefiero no decir mucho, salvo si llego a corroborarla. Sólo te contaré que tiene relación con los últimos sucesos que han conmocionado la provincia.

No sé si Garcés me entendió cabalmente. Pero se encogió de hombros y me respondió.

-Creo que Sebastián Canales se alberga en una pensión universitaria no lejos de aquí. Te mostraré dónde queda.

V

Sin embargo, no me dirigí directamente a la dirección anotada por Garcés. En vez de eso, lo hice dando un rodeo por el cementerio. Había vuelto a cambiar desde la última vez. En el lugar que, salvo error de mi parte, se habían reunido los chicos en Halloween, había aparecido un alto y giboso túmulo que dominaba todo lo demás. Unos zarcillos tentaculares, negros como la pez, se alzaban hacia el cielo eternamente borrascoso, y el estómago se me encogió al ver que sus extremos se movían. Tal vez un efecto del viento que soplaba en ese momento En una cercana pilastra funeraria había un grafiti, mejor dicho un primoroso dibujo. Reconocí su autoría como si hubiese estado firmado. Alicia Pickman. Pese a lo atroz de su tema, era una obra maestra. Representaba a un monstruo cuyo cuerpo, si es que puedo llamarlo así, consistía en un glóbulo rodeado por una masa de tentáculos. En el glóbulo mismo se podía ver una enorme cantidad de bocas sanguinolentas, y la endiablada habilidad de Alicia había logrado transmitir inequívocamente la sensación de que las mismas se abrían y cerraban constantemente. En el centro de la entidad había un único ojo rojo, que me contemplaba con odio, avidez y, esto era lo peor, inteligencia.

Al alzar la vista, una vez más, pude ver con toda claridad que la punta de los zarcillos se estremecían. Y en ese momento no soplaba ni la más mínima brisa.

VI

La residencial, como había dicho Garcés, no quedaba muy lejos. Atravesé un pequeño antejardín donde predominaban las malvas y los cardenales, subí unos peldaños y empujé una mampara con vidrios enrejados que se hallaba semiabierta. Ante una mesa, una mujer gorda y algo desaliñada bebía una taza de té. La saludé y le pregunté por Sebastián Canales.

-Suba -me dijo-. Su pieza está arriba.

Sólo entonces reparé en la escalera que conducía al segundo piso.

VII

-Adelante, profe.

La puerta de la pieza estaba abierta. Del interior me llegaron mezclados los olores a incienso, a comida, a mariguana, a ropas húmedas. Las paredes estaban casi totalmente cubiertas con los dibujos de Alicia Pickman, salvo por un póster que representaba una ciudad en llamas, la gente corriendo, los edificios derrumbados, y al fondo, recortándose contra el horizonte, un racimo de tentáculos saliendo de la tierra.

Sebastián Canales se echaba hacia atrás en una incongruente mecedora. Vestido de negro y con bototos, su largo cabello oscuro y su cara pálida le daban un aspecto irónica y estudiadamente andrógino.  A su lado tenía una jarra de vidrio y unos vasos. Sobre una mesita había una estatuilla representando al mismo adefesio que viera dibujado en la pilastra del cementerio. Al ver que yo la miraba la tomó y me la tendió.

-¿Le gusta? La hizo un escultor de California, Clark Ashton Smith. Estuve allá en las vacaciones.

Notando que yo no la recibía, la dejó en su lugar, sonriendo oblicuamente. Pude apreciar un estante atestado de libros, lo que no debiera haber resultado extraño considerando que Canales estudiaba literatura. Sin embargo, aquellos volúmenes parecían muy viejos. Algunos tenían los lomos con títulos en griego, latín y algo que me pareció árabe. Confieso que no soy muy ducho en alfabetos extranjeros.

-Pero venga, profe. Siéntese.

Tomé asiento en el único lugar libre, frente a la mecedora de Sebastián. Detrás de ella había una cama, sobre la que se amontonaban ropas en desorden. Mi antiguo alumno escanció los vasos.

-Jugo de arándanos, profesor.

-Espesito, ¿eh?

-Pura pulpa de fruta. Me lo manda una tía de Concepción.

Escuché como afuera empezaba a arreciar el viento. Tal vez, en alguna parte de la casa se golpeó una ventana.

-Tienes muchos libros -dije-, ¿Los has leído todos?

-Casi, profe. Y para hacerlo tuve que estudiar idiomas. No es por ofender, pero apuesto a que sé más lenguas extranjeras que usted. Incluso algunas que ya no se hablan.

Afuera, la ventolera se había transformado en un temporal con todas las de la ley. Y un golpeteo en el techo. Lluvia. Miré fuera de la pieza, hacia el pasillo, donde había un tragaluz de vidrios empavonados que se estremecían por el embate de los elementos. O por algo que golpeaba contra ellos. La oscura silueta de las ramas de un árbol. O tal vez otra cosa.

-Tienes razón. Yo no he leído tanto. Pero un poco sí ¿Conoces el texto que empieza así: “Existe en la tierra de Mnar un vasto lago de aguas tranquilas…” En ese texto se habla de los Dioses Arquetípicos, adversarios de los Primordiales que quieren dominar el universo. Y de su signo poderoso, la estrella de ocho puntas. Esta estrella.

Busqué en el bolsillo de mi chaqueta y la saqué, con un ademán desafiante, la dejé al lado de la estatuilla del monstruo tentacular. Sebastián palideció. Manoteó hacia la estrella, pero me quedó claro que le tenía miedo, y su torpeza hizo que botara el monstruoso ídolo, que no se rompió, sino que se pulverizó, convirtiéndose en un montón de cenizas. Me puse de pie, y caminé hacia la puerta. El viento y la lluvia habían cesado.

-Haz leído mucho -le dije a Sebastián-, pero por lo visto no conocías el Escrito de Mnar. Allí no se habla de estrellas con poder ni de Dioses Arquetípicos. Excelente el jugo de arándanos. Felicítame a tu tía.

Mientras bajaba los peldaños escuché a mis espaldas un grito de rabia y desesperación. Salí a la calle, a un día de sol radiante. Recordé que había dejado en la pieza la estrella. Pero ya no la necesitaría. Y además en el persa de los chinos las venden a mil pesos la docena.

 

 

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